Fue en aquellos días cuando aprendí el arte de andar sobre cristales rotos, a bajar el ritmo y a caminar despacio; sin prisas para no cortarme. Saboreé atardeceres tan dulces y exóticos como el cóctel de frutas del que los acompañaba, y me olvidé de qué era un amanecer con regusto a café, porque me acostumbré a huir del alba y las obligaciones. Entendí que el reloj es el único que no espera y que los rayos de sol de marzo sientan incluso mejor que los de julio. Descubrí que escapar de la zona de confort marea y aturde los sentidos, pero que al fin y al cabo se convierte en una adicción.
Fueron unos días mágicos, ¿sabes?. Dejé que me cosieran las heridas bajo la piel a base de besos y mordiscos, y rellené los vacíos -que comprendí que ya nunca serían más que eso, vacíos-, con el cemento de otros brazos en camas ajenas. Fue incluso divertido redescubrir que la pasión es directamente proporcional a la intensidad de la mirada.
Recuerdo aquellos días como mi motor de confianza, que potenciaban mi ansia, mis ganas de vivir y conocer.
Era pura serotonina, y ya nada podría detenerme.