La sala de baile estaba deslumbrante. Iba a ser una noche preciosa y ella no podía aguardar ni un solo segundo más. Aprovechando el despiste general, la oscuridad y la amplia sombra de un roble, se adentró en el extenso comedor -ahora decorado como sala de baile- por la puerta trasera. Había llegado unos minutos antes de lo previsto e incluso había estado a punto de destrozar su elaborado peinado a modo de diadema trenzada, con el cabello suelto enmarcándole el rostro, al engancharse en una ramita quebradiza.
Corrió a trompicones a través de la sala hacia el reloj dorado del rincón de la escalera, sujetándose el pomposo vestido para no tropezar. Allí, donde debería estar su amado, halló dos cuerpos entregados el uno al otro, consumiéndose en una pasión loca y desenfrenada. De haber sido audible, el sonido atronador de cientos de cristales estallando en ínfimos pedazos, habría invadido la sala; pero el corazón, siempre ha sido, y será, un sufridor silencioso.
Él la vio marchar, creyendo haber hecho lo correcto, aunque en el fondo, la duda reconcomía su conciencia. Aquella misma tarde y la anterior, la había visto en brazos de otro, demasiado cómoda, demasiado tranquila, demasiado feliz.
Si hubiera confiado en ella, esa noche en el baile le habría presentado a su primo, el chico que por las tardes le hacía compañía. Pero claro, de haber sido así, esta no sería otra historia más de celos y venganza.