En su lugar, se dejó caer en el sofá con la cabeza en los pies y los pies sustituyendo su espacio en el respaldo. Su columna vertebral se deslizaba en el asiento, obedeciendo a las leyes de la gravedad -que debería estar estudiando-, y la cabeza le daba vueltas, inconsciente de que se precipitaba hacia el desgastado suelo de aquel cubil. Tocó fondo de una manera un tanto estrepitosa y dolorosa, pero necesaria para devolverle un resquicio de lucidez.
Quién la hubiera imaginado encerrándose en casa un sábado noche, entregada al vodka que había encontrado en una estantería cubierto de polvo y resignación. Ebria de sentimientos que la rebasaban como una copa demasiado cargada. Siempre había pensado que eso de emborracharse solo era un modo de llamar la atención, pero ahora concebía la adicción al alcohol como una vía posible y medicinal. Una noche no hacía mal a nadie.
Sin venir a cuento, los ojos se le anegaron en lágrimas y un grito sordo se apoderó de sus cuerdas vocales. Mil historias de los últimos meses se arremolinaban como un torbellino sobre sus pulmones, siendo a su vez el oxígeno que le hacía falta para levantarse, tambaleante e inestable, pero firme.
Escribió tantas veces como pudo con espantosa caligrafía "El pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla", hasta convertir la tinta en un mejunje de lágrimas y alcohol. Sin pensarlo dos veces, incineró el amasijo de papeles, que apestaban a melancolía y debilidad.
- Se acabó la autocompasión y el creer en las mentiras del pasado y los demás. Eso se acabó.
Se quedó a contemplar como las llamas acababan con su destrozo.
Juró no volver a beber jamás; nunca más, se dijo.
Por último, se maldijo por no haber prestado más atención en las clases de historia, pues lo poco que recordaba, parecía ser lo más útil y cierto que le habían contado hasta ahora.