Las lágrimas me anegan los ojos hasta desbordarlos, me arden por cada gota que derraman. Cada lágrima es una discusión, una burla, un insulto, un te odio. Y ahí estás tú, intentando perturbar mi calma una vez más, avanzando lentamente hacia mi, como si fueras un cazador tratando de acercarse a un animal salvaje; con tacto y precisión.
Ni siquiera sé por qué dejo que te acerques, quizá estoy cansada de huir. Soy incapaz de mirarte por miedo a enredarme en tus ojos y recorrer en ellos laberintos de recuerdos a tu lado. No, no voy a caer tan fácilmente.
De pronto, impulsado por una pequeña descarga eléctrica cargada de remordimiento, me abrazas. Me abrazas como si fuera la última vez y me susurras al oído un perdón tan sincero y transparente, que pude atrapar en él la esencia de un te quiero.
Desde ese momento en el que tu aliento rozó mi piel, supe que tenía que perdonarte y me rendí a tus brazos y a todas esas jugosas promesas de un futuro mejor.
En mi opinión, fue una dulce manera de rendirse.