Muchas veces me preguntan acerca de mis fuentes de inspiración a la hora de escribir. Recientemente, me he dado cuenta de que mi principal fuente, la de mayor peso, es la más simple de todas.
Las palabras.
Maleables y deformables a gusto del escritor, se exponen ante nosotros, a disposición de nuestros sentimientos. Aquel que ama las palabras y logra entender su belleza, será capaz de expresar con brillante fluidez y claridad cuanto pase por su mente. Sin embargo, aquel que las mire como un conjunto de signos abstractos y aburridos, necesarios para la propia supervivencia en el día a día e inútiles para absolutamente todo lo demás, pateará las palabras logrando así obtener a cambio un burdo conjunto de ideas unidas las unas a las otras de manera forzada y antinatural, un texto monótono e incluso a veces malsonante.
Aún así, nada me causa mayor asombro que la gran capacidad mimética de las mismas.
A pesar de que cada frase o cada texto tenga marcado su propio significado, queda un amplio margen en el cual entran en juego la imaginación y la propia experiencia de vida. Así pues, lo que para uno puede significar una sonrisa, para otros es llanto.
Otras veces no significan nada, son solo palabras.