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Un lugar donde las palabras fluyen como el agua de una fuente,
donde los recuerdos cobran vida,
donde los sueños se hacen realidad.
Bienvenido a mi mundo.
Adela
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viernes, 17 de octubre de 2014

Estrellas de salitre


Nos aficionamos a coleccionar cielos estrellados en las noches del estío. Noches de esas con regusto a salitre y predicción de luna llena.
Nos arropamos bajo una atmósfera cálida de oxígeno almibarado, fruto de una mezcla entre nuestro aroma y la calidez húmeda propia de una noche de verano. Nuestra respiración vahaba los cristales de la furgoneta, así que abrimos la puerta a la opaca oscuridad de la playa desierta. Si uno se centraba, agudizando hasta el sexto de los sentidos, se podía oír el latido de la noche, como un corazón abierto de par en par en el inmenso vacío.
Tú, jugabas a disfrazarte de luz, y yo, mientras intentaba no cegarme, me dedicaba a atrapar el reflejo de las constelaciones entre tus costillas, sobre tu pecho y clavícula al ritmo de Old Pine, Ben Howard. Juro que irradiabas la misma calidez que una estrella, al igual que también habría jurado que tus labios habrían conseguido derretir hasta el más frío de los inviernos. En aquellos días, hablar de invierno era pura ciencia ficción. El único invierno existente permanecía en mis pies congelados, aunque los dos bien sabíamos que ese era un invierno sin billete de ida. 
Me tumbé y apoyé la cabeza sobre la almohada, en el colchón de la parte trasera de la furgoneta; a tu lado, bajo un trillón de estrellas que inundaban el firmamento, y hablamos sobre la inmensidad de la noche, sobre la fugacidad de la vida y sobre temas que suenan a cosas importantes, porque, ¿con quién si no podría hablar acerca de la controversia que se siente al mirar una galaxia? Nadie más que tú podría entender lo infinita y diminuta que me siento, porque al fin y al cabo, quererte se basa en los principios de observación de una galaxia.
Aquella noche me distraía el sonido del océano de fondo, me distraía y me incitaba a ser ola. Aquella noche quería ser ola, y fundirme en tu cuerpo como se fundía el agua en la orilla con la arena de aquella playa. Y quería que tus ojos fueran estrellas varadas sobre el jable; quería que todo tú te convirtieras en mi estrella, en esa estrella fugaz que llevaba toda la vida buscando, y que me arrastraras con tu estela al horizonte para ver el amanecer más bonito de nuestras vidas. 
Aún no recuerdo cómo, pero, de pronto, se nos deslizaron las palabras más alla de la cintura y las caderas hasta quedar silenciadas en la entrepierna. E hicimos el amor. Hicimos el amor como si nos fuera la vida en ello -al fin y al cabo, tú eras mi vida- y caímos rendidos sobre las mantas, enredados entre te quieros, besos y caricias, dejándonos guiar por Morfeo hasta el planeta de los sueños. 
Al mundo se le antojó regalarnos a la mañana siguiente un despertar violáceo y ventoso -con algún tono anaranjado del sol que ya asomaba tras las dunas-, y además, a mi me regaló un par de ojos pardos con un mensaje de buenos días grabado en las pupilas.
Aquella noche de grandes recuerdos y cielos estrellados murió y nació en ti, porque, tú fuiste el anochecer y el amanecer más bonito de mi vida.

viernes, 30 de mayo de 2014

Delicate


Me despierto.
Abrí los ojos sobre unas sábanas blancas que mi cerebro no guardaba entre sus inciertos recuerdos matinales, pero que, sin embargo, encerraban un reconfortante olor a hogar entre sus pliegues. Parpadeé un par de veces, me froté los párpados -evitando restregar los restos de maquillaje de la noche anterior por mis mejillas- y volví a abrir los ojos una vez más, arrastrando la pesadez del sueño aún entre mis pestañas.
Y ahí estabas tú. En tu cama, en algún lugar a medio camino entre el cielo y el infierno, a medio camino entre las caricias y el pecado. Te juro que no quería despertarte, pero me invadió una sensación de ingravidez solo de pensar en ti y en tus abismos. Necesitaba aferrarme a tus vértices para no caer, y qué mejor lugar que tus labios para asirme y disfrutar de las vistas privilegiadas al vacío que me abres en el pecho cada vez que me susurras un "Buenos días preciosa".
Vamos cariño, despierta. Así, despacio, que tenemos todo el día.
Necesitaba verte estirar tus músculos, cada una de tus fibras, como lo haría un gato presuntuoso y relamido, que conserva sus siete vidas bajo las garras y es consciente de ello. Necesitaba que vinieras a ronronear contra mi cuello y que me abrazaras hasta que nos faltara el aliento. Dijiste que aquella mañana te apetecía hacer turismo por mis curvas, hacerte un Interrail parándote en cada estación de mi cuerpo para besayunarme.
Ven. Ven y arráncame el encaje a mordiscos, que aún es pronto.
Sentía tus latidos, sentía tu respiración sobre mí, sentía tu piel, tu mirada, tus manos, tu boca. Sentía, sentía mucho y te sentía a ti. En once semanas, no habíamos sido capaces de hallar la clave para no sucumbir a la lujuria, pero tampoco es que quisiéramos encontrarla. Porque nosotros no sabíamos de leyes ni de normas, nosotros éramos de números y de dejarnos llevar por la química, que de eso yo sabía mucho.
Me deslicé sobre tus sábanas blancas, una vez más, para buscar refugio en tu clavícula, allí donde el mundo no podía alcanzarme, donde la realidad me superaba. Me hablaste de tus miedos, de tus sueños, de tus heridas; y me separaste de ti, solo para cerciorarte de que era yo la que estaba allí, "porque eras tú la que quería" me dijiste. Me pediste que no me moviera, y yo me quedé allí. Contigo.
Ven, cariño. Ven y quédate conmigo, que aún nos quedan muchas noches por delante.

domingo, 23 de marzo de 2014

Pura serotonina


Fue en aquellos días cuando aprendí el arte de andar sobre cristales rotos, a bajar el ritmo y a caminar despacio; sin prisas para no cortarme. Saboreé atardeceres tan dulces y exóticos como el cóctel de frutas del que los acompañaba, y me olvidé de qué era un amanecer con regusto a café, porque me acostumbré a huir del alba y las obligaciones. Entendí que el reloj es el único que no espera y que los rayos de sol de marzo sientan incluso mejor que los de julio. Descubrí que escapar de la zona de confort marea y aturde los sentidos, pero que al fin y al cabo se convierte en una adicción. 
Fueron unos días mágicos, ¿sabes?. Dejé que me cosieran las heridas bajo la piel a base de besos y mordiscos, y rellené los vacíos -que comprendí que ya nunca serían más que eso, vacíos-, con el cemento de otros brazos en camas ajenas. Fue incluso divertido redescubrir que la pasión es directamente proporcional a la intensidad de la mirada.
Recuerdo aquellos días como mi motor de confianza, que potenciaban mi ansia, mis ganas de vivir y conocer.
Era pura serotonina, y ya nada podría detenerme.

jueves, 6 de febrero de 2014

La résurgence d'une époque



Y me fui.
Me fui como a quien echan a empujones porque molesta. Me quedé en la puerta, esperando a que esta se volviera a abrir, porque en el fondo siempre pensé que todo sería una broma de mal gusto y que al menos tú vendrías a abrirme.
Y es que me fui arañando las paredes y el suelo, como aquel que quiere que le paren los pies, que lo aten a una silla, que le pongan grilletes en los tobillos para impedírselo. Hubo una época en la que no me importaba quedarme, consumiéndome y desgastándome a tu lado, porque así era feliz. Vivía en nuestras propias ruinas soñando con los castillos que un día levantaríamos. Pero de alguna manera, el tiempo tal vez, me hizo entender que la felicidad no desgasta, ni consume, y que algo debíamos estar haciendo mal.
Me arriesgué a destrozar nuestros castillos de arena en las nubes y destapé las ruinas que habíamos enterrado porque eran antiestéticas, molestas. Me arriesgué a salir, confiando en que dejarías la puerta entornada para mí, para que te quitara el frío en las noches de febrero o para que la felicidad llamara a la puerta en marzo con su primavera. Pero me equivoqué, como en muchas otras cosas, y como tantas veces nos equivocamos los dos.
Estos días he tenido algo de tiempo para pensar y leer. He vuelto a encontrar como siempre mi refugio en los libros, en el lápiz, el papel y las acuarelas.  Lo de siempre, porque aunque te cueste creerlo, sigo siendo la misma. He leído sobre heridas y desengaños amorosos a los que nos aferramos únicamente por el placer del dolor y el miedo al cambio. Y he pintado lienzos en cada amanecer intentando buscarles un nuevo sentido, dibujándonos unos cuantos kilómetros de por medio, esos que siempre quisimos saltarnos.
Me prometí a mí misma que esta es la última carta que te escribo -por ti y por mí-, porque al fin y al cabo, si tú no me crees, qué necesidad tengo de convencerte de que no soy tan mala. Una vez, me enseñaste a creer en mí misma, y aunque lo haya olvidado, te prometo que rescataré esa parte de tu recuerdo. Considera esto, y todo el tiempo que empleé intentando forjar un nosotros, una prueba de lo mucho que te quiero.
La vida nos destrozará una y mil veces, pero tal vez solo nos esté dando una oportunidad para reinventarnos. Aprovéchala, inventa un nuevo principio a partir de nuestro fin, un principio que brille más que ningún otro. Pero sobre todo, sé feliz.