
Como cualquier otro día abochornante hacia mitad del verano, aquel peculiar coche verde, ajado y a rebosar de manzanas, asomó el morro por el camino de tierra. Cualquiera hubiera dicho que se trataba de una tortuga, debido al color de su coraza y la larga fila de coches que aguardaba el momento idóneo para adelantar a aquella antigualla. Por primera vez, tras casi mes y medio de encuentros en la carretera, el coche se detuvo junto a mí, para mayor desesperación de los conductores que lo seguían y que acto seguido comenzaron a adelantarlo.
- Hoy parece un día perfecto para perderse, ¿no crees? -sugirió el conductor, un hombre de avanzada edad, con el pelo cano y una sonrisa de lo más generosa.
- No lo creo señor -contesté educadamente-, mi familia no tendría que comer si no llego a tiempo -señalé alzando las bolsas de la compra.
- Oh, no mi niña -rió el anciano-, no me refiero a ese tipo de pérdida. A veces, perderse, tan solo significa encontrar algo que no esperabas -el rugido del motor al ponerse en marcha de nuevo casi ahogó sus últimas palabras-. Que pases un buen día.
Y así, continuó el coche su camino, hasta perderse en la lejanía. Creo que parte de mí, se perdió consigo.